Teletrabajo, ‘zoom’ y
depresión: el filósofo Byung-Chul Han dice que nos autoexplotamos más que nunca
El coronavirus
acelera algunos males de nuestro tiempo. Las videoconferencias no aportan la
felicidad del contacto directo, desaparecen rituales y espacios comunes. El
pensador surcoreano escribe para ‘Ideas’ un ensayo donde invita a aprovechar la
crisis para una revisión radical de nuestro modo de vida
Una
doctora hace una pausa, agotada, en un hospital de Serbia en abril del año
pasado.LUKATDB
El virus SARS-CoV-2 es un espejo que
refleja las crisis de nuestra sociedad. Hace que resalten aun con más fuerza
los síntomas de las enfermedades que nuestra sociedad padecía ya antes de la
pandemia. Uno de estos síntomas es el cansancio. De un modo u otro, todos nos
sentimos hoy muy fatigados y extenuados. Se trata de un cansancio fundamental,
que permanentemente y en todas partes acompaña nuestra vida como si fuera
nuestra propia sombra. Durante la
pandemia nos sentimos incluso más agotados que de costumbre. Hasta la inactividad a la que fuerza el
confinamiento nos fatiga. No es la ociosidad, sino el cansancio, lo que impera
en tiempos de pandemia.
En mi ensayo La sociedad del
cansancio, publicado por primera vez hace 10
años, describí la fatiga como una enfermedad de la sociedad neoliberal del
rendimiento. Nos explotamos
voluntaria y apasionadamente creyendo que nos estamos realizando. Lo que nos agota no es una coerción externa, sino
el imperativo interior de tener que rendir cada vez más. Nos matamos a
realizarnos y a optimizarnos, nos machacamos a base de rendir bien y de dar buena
imagen.
En la sociedad neoliberal del
rendimiento se lleva a cabo una explotación sin autoridad. El sujeto forzado a
rendir, a explotarse a sí mismo, es a la vez amo y esclavo. Por así decirlo,
cada uno lleva consigo su propio campo de trabajos forzados. Lo peculiar de
este campo de trabajos forzados es que uno es al mismo tiempo prisionero y
vigilante, víctima y criminal. En eso se diferencia del sujeto obediente de la
sociedad disciplinaria, que Foucault describe en su libro Vigilar y
castigar. Pero Foucault no se dio cuenta del surgimiento de la sociedad
neoliberal del rendimiento, en la que nos explotamos voluntariamente.
Lo que caracteriza al sujeto de esta
sociedad, que al verse forzado a rendir se explota a sí mismo, es la sensación
de libertad. Explotarse a sí mismo es más eficaz que ser explotado por otros,
porque conlleva la sensación de libertad. Ya Kafka expresó muy certeramente
esta paradójica libertad del siervo que se cree amo. Uno de sus aforismos dice:
“El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para ser amo, sin
saber que eso no es más que una fantasía que se genera cuando en la correa del
látigo del amo se ha formado un nuevo nudo”. Este animal que se azota a sí
mismo encarna aquel sujeto obligado a rendir que, explotándose a sí mismo, se
figura que es libre.
Lo siniestro del SARS-CoV-2 es que
los contagiados padecen de agotamiento y de abatimiento extremos. Además, cada
vez se oyen más casos de enfermos que incluso
después de haber sanado siguen padeciendo graves secuelas. Una de ellas es el síndrome de fatiga,
que se puede describir muy bien con la frase cuando la batería ya no se
recarga. Los afectados ya no son capaces de rendir ni de trabajar. Les
cuesta incluso llenar un vaso de agua. Ya solo al caminar tienen que detenerse
constantemente porque se sofocan. Se sienten cadáveres vivientes. Una paciente
explica: “Es como cuando al móvil le queda solo el 4% de batería y con ese 4%
tienes que aguantar todo el día, sin poder recargarlo”.
Pero entre tanto el virus no agota
únicamente a los contagiados, sino también a los sanos. En su ensayo Pandemia: la
covid-19 estremece al mundo,
Slavoj Žižek dedica todo un capítulo a la pregunta “¿Por qué estamos siempre
cansados?”. En ese capítulo, Žižek analiza en detalle mi ensayo La
sociedad del cansancio, que muy aduladoramente califica de “obra maestra”,
y objeta que la explotación a cargo de otros no es que haya dado paso a la
autoexplotación, sino que se ha externalizado a los países del Tercer Mundo.
Estoy de acuerdo con Žižek. Es eso lo que sucede. La sociedad del
cansancio describe la sociedad neoliberal de Occidente y no a los
trabajadores de las fábricas chinas. A estos yo no les diagnosticaría
autoexplotación. Pero, por otro lado, lo que yo llamaría mentalidad neoliberal
se propaga también en el Tercer Mundo a través de los medios sociales. También
ahí los hombres se aíslan y se vuelven narcisistas. Como todos los demás,
asimilan el mantra neoliberal: quien fracasa lo hace por su culpa. Se acusan a
sí mismos y no a la sociedad. En mayor o menor medida, los medios sociales convierten
a cada uno de nosotros en productor, en empresario de sí mismo. Globalizan el
estilo de vida neoliberal.
Žižek no analiza ese cansancio
fundamental, que ya no afecta solo a la sociedad occidental, sino que parece
representar un fenómeno global. Desde luego no solo fatiga la presión interior,
sino también la presión externa; no solo agota la autoexplotación, sino también
la explotación a cargo de otros. Las condiciones globales de producción, la
propia presión por crecer y por producir nos extenúa a todos. Hay sin embargo
un pasaje en el que Žižek parece entusiasmarse con mi tesis de la
autoexplotación, cuando escribe: “[Las personas que teletrabajan] parecen sacar
aún más tiempo para ‘explotarse a sí mismas”. Así pues, en época de pandemia el
campo neoliberal de trabajos forzados se llama teletrabajo.
También el teletrabajo cansa, incluso
más que el trabajo en la oficina. Causa tanta fatiga, sobre todo, porque carece
de rituales y de estructuras temporales fijas. Es agotador el teletrabajo en
solitario, pasarse el día sentado en pijama delante de la pantalla del
ordenador. También nos agota la falta de contactos sociales, la falta de
abrazos y de contacto corporal con los demás. Mi libro La desaparición
de los rituales salió publicado en Alemania antes de la pandemia
(en España se publicó durante la pandemia, en mayo de 2020). En él describo
nuestro presente partiendo de la tesis de la desaparición de los rituales. Hoy
estamos perdiendo las estructuras temporales fijas, incluso las arquitecturas
temporales, que dan estabilidad a la vida. Además, los rituales generan una
comunidad sin comunicación, mientras que lo que hoy predomina es una
comunicación sin comunidad. Los medios sociales y la permanente escenificación
del ego nos agotan porque destruyen el tejido social y la comunidad. También
aquí se confirma de nuevo la tesis de que el virus es el espejo de la sociedad
y agudiza sus crisis. El virus acelera la desaparición de los rituales y la
erosión de la comunidad. Se eliminan incluso esos rituales que aún quedaban,
como ir al fútbol o a un concierto, ir a comer a un restaurante, ir al teatro o
al cine. La distancia social destruye lo social. El otro se ha convertido en un
potencial portador del virus con el que tengo que mantener la distancia. El
virus radicaliza esa expulsión de lo distinto que ya antes de la pandemia
diagnostiqué muchas veces. En verdad, el virus actúa como un amplificador de
las crisis de nuestra sociedad. Todas las crisis sociales que yo ya había
detectado se han visto ahora agravadas.
También nos agotan las permanentes
videoconferencias, que nos convierten en videozombis. Sobre todo nos obligan a
mirarnos todo el tiempo en el espejo. Cansa contemplar el propio rostro en la
pantalla, estamos todo el rato frente a nuestro propio rostro. No deja de ser
una ironía que el virus haya aparecido justamente en la época de los selfis,
que se explican sobre todo por ese narcisismo que se va propagando por nuestra
sociedad. El virus potencia el narcisismo. Durante la pandemia todo el mundo se
confronta sobre todo con su propio rostro. Ante la pantalla nos hacemos una
especie de selfi permanente.
El videonarcisismo tiene unos efectos
secundarios absurdos: ha provocado un
auge de las operaciones estéticas.
Ver en la pantalla una imagen distorsionada o borrosa hace que las personas
empiecen a dudar de su propio aspecto. Cuando la pantalla tiene buena
definición percibimos de pronto arrugas, caída progresiva del cabello, manchas
cutáneas, bolsas lagrimales u otras alteraciones cutáneas poco estéticas.
Durante la pandemia se multiplicaron en Google las búsquedas relacionadas con
operaciones estéticas. En época de confinamiento los cirujanos plásticos se ven
desbordados por la demanda de intervenciones para eliminar las muestras de
fatiga. Entre tanto, se habla ya de videodismorfia. El espejo digital hace que
la gente caiga en una dismorfia, es decir, que preste una atención exagerada a
posibles defectos en su aspecto corporal. El virus radicaliza el delirio de
optimización, que ya antes de la pandemia nos ponía frenéticos. También en esto
el virus es el espejo de nuestra sociedad, y en el caso de la videodismorfia no
solo en sentido metafórico, sino en el sentido más literal: un espejo que hace
que nos desesperemos aún más por el propio aspecto. También la videodismorfia
nos fatiga mucho. Es un fenómeno derivado de la distopía digital.
El Gobierno alemán ha recalcado
reiteradamente que la pandemia le ha dado por fin a la digitalización el
impulso necesario, que ha librado al país de su vergonzoso retraso digital. En
lo que respecta a digitalización, Alemania es de hecho un país líder del Tercer
Mundo, lo cual, personalmente, no me molesta. Me encantaría vivir en una zona
sin cobertura y dedicarme a la jardinería. Para mí sería una maravilla. En mi
libro Loa a la tierra. Un viaje al jardín cuento lo feliz que
me siento pasando el tiempo en el jardín, ajeno al paroxismo de la comunicación
digital. Ahora, gracias a la pandemia, Alemania está entrando finalmente en el
primer mundo. Cualquiera diría que la digitalización es hoy un fin en sí mismo.
Después de todo, ya sabemos que a los políticos no les gusta pensar. Tampoco
les interesa saber qué es una buena vida. Al parecer, su máxima suprema es el
crecimiento. En realidad debería preocuparles mucho que la
digitalización socave las bases de la democracia con las noticias falsas, los bots en redes sociales
o los ejércitos de troles.
En el delirio del crecimiento se
olvida siempre que los efectos secundarios de la digitalización que la pandemia
pone de relieve son, precisamente, los negativos. La comunicación digital es
una comunicación bastante unilateral, que no se transmite con el cuerpo ni a
través de miradas y que, por tanto, es bastante reducida. La pandemia provoca
que se establezca como estándar este tipo de comunicación, que en sí misma
resulta tan inhumana. La comunicación digital nos extenúa muchísimo. Es una comunicación
sin resonancia, una comunicación que no nos da la felicidad. En una
videoconferencia, por motivos puramente técnicos, no podemos mirarnos a los
ojos. Clavamos la vista en la pantalla. Nos resulta agotador que falte la
mirada del otro. Ojalá la pandemia nos haga darnos cuenta de que ya la mera
presencia corporal del otro tiene algo que nos hace sentir felices, de que el
lenguaje implica una experiencia corporal, de que un diálogo logrado presupone
un cuerpo, de que somos seres corpóreos. En La desaparición de los
rituales señalé sobre todo la dimensión corporal de los rituales:
“Los rituales son procesos de
incorporación y escenificaciones corpóreas. Los órdenes y los valores vigentes
en una comunidad se experimentan y se consolidan corporalmente. Quedan
consignados en el cuerpo, se incorporan, es decir, se asimilan corporalmente.
De este modo, los rituales generan un saber corporizado y una memoria corpórea,
una identidad corporizada, una compenetración corporal. La comunidad ritual es
una corporación. A la comunidad en cuanto tal le es inherente una
dimensión corporal. La digitalización debilita el vínculo comunitario por
cuanto que tiene un efecto descorporizante. La comunicación digital es una
comunicación descorporizada”.
Espacio de pruebas de covid en Seúl, este pasado
mes de enero.SEONGJOON CHO
/ BLOOMBERG
Ya antes de la pandemia se propagaba
la histeria por la salud. Lo que más nos preocupa hoy es sobrevivir, como si
nos halláramos en permanente estado de guerra. En la lucha por la supervivencia
no se plantea la cuestión de la calidad de vida. Todas las fuerzas vitales se
aplican para prolongar la vida a cualquier precio. En el libro La
sociedad paliativa, que saldrá publicado en España el 20 de abril (Herder
Editorial), describo nuestra sociedad actual como una sociedad de la
supervivencia. En vista de la pandemia, la enconada lucha por sobrevivir
experimenta una radicalización viral. La guerra contra el virus hace que se
recrudezca la lucha por sobrevivir. El virus convierte el mundo en una
cuarentena en la que la vida se anquilosa por completo, convertida en
supervivencia. La salud es elevada a objetivo supremo de la humanidad.
La sociedad de la supervivencia
pierde por completo la capacidad de valorar la calidad de vida. Incluso el
disfrute es sacrificado en el altar de una salud entronizada como objetivo en
sí mismo, a la que ya Nietzsche llamaba la “nueva diosa”. También la rigurosa
prohibición de fumar remite a la histeria por sobrevivir. La supervivencia debe
sustituir al disfrute. No puede disfrutar quien únicamente se preocupa de
sobrevivir. La prolongación de la vida se acaba convirtiendo en el valor
supremo. De buen grado sacrificamos a la supervivencia todo lo que hace que la
vida sea digna de ser vivida. En vista de la pandemia también se acata sin
discusión la radical restricción de derechos fundamentales. Aceptamos sin
rechistar el estado de excepción, que reduce la vida a pura supervivencia. Bajo
el estado de excepción viral nos confinamos voluntariamente y nos ponemos en
cuarentena.
Los coreanos denominan corona
blues al estado depresivo que se ha ido propagando durante la
pandemia. Durante la cuarentena, sin contacto
social, se agudiza la depresión,
que es la auténtica pandemia del presente. La sociedad del cansancio comienza
con el siguiente diagnóstico:
“Toda época tiene sus enfermedades
emblemáticas. Así, existe una época bacterial que, sin embargo, toca a su fin
con el descubrimiento de los antibióticos. A pesar del manifiesto miedo a la
pandemia gripal, actualmente no vivimos en la época viral. La hemos dejado
atrás gracias a la técnica inmunológica. El comienzo del siglo XXI, desde un
punto de vista patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal. Las
enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención
con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el
síndrome de desgaste profesional (SDP) definen el panorama patológico de
comienzos de este siglo”.
Un
sanitario en el exterior del Brooklyn Hospital Center en Nueva York, el 1 de
abril de 2020.TAYFUN COSKUN
Pronto tendremos vacunas suficientes
contra el virus. Pero no habrá vacunas contra la pandemia global de la
depresión. En Corea del Sur se suicidan todos los años muchos miles de
personas. La causa principal es la depresión. En 2018 se trataron de suicidar
unos 700 escolares. Los medios hablan entre tanto de una “masacre silenciosa”.
Por el contrario, en Corea del Sur han muerto hasta ahora de covid unas 1.700
personas. La pandemia agrava también el problema del suicidio. Desde que
estalló la pandemia, el índice de suicidios ha aumentado en Corea
vertiginosamente. Parece ser que el virus es un
catalizador de la depresión.
Sin embargo, a nivel global aún se sigue prestando demasiada poca atención a
las consecuencias psíquicas de la pandemia.
La depresión es un síntoma de la
sociedad del cansancio. El sujeto forzado a rendir sufre de síndrome del
desgaste profesional (en
inglés, burnout) desde el momento en que siente que ya no puede
más. Fracasa por culpa de las exigencias de rendimiento que se impone a sí
mismo. La posibilidad de no poder más le lleva a hacerse autorreproches
destructivos y a autoagredirse. El sujeto forzado a rendir pelea contra sí
mismo y sucumbe por ello. En esta guerra librada contra sí mismo, la victoria
se la lleva el desgaste laboral.
El virus SARS-CoV-2 sobrecarga
nuestra sociedad del cansancio radicalizando sus distorsiones patológicas. Nos
sume en un agotamiento colectivo y, por eso, se podría llamar también el virus
del cansancio. Pero el virus es asimismo una crisis en el sentido etimológico
de krisis, que significa “punto de inflexión”: al hacernos un
apremiante llamamiento a cambiar nuestra forma de vida, también podría causar
la reversión de esta precariedad. Solo podremos conseguirlo, eso sí, si
sometemos nuestra sociedad a una revisión radical, si logramos hallar una nueva
forma de vida que nos haga inmunes al virus del cansancio.
Byung-Chul Han, filósofo y ensayista surcoreano, imparte clases
en la Universidad de las Artes de Berlín. Es autor, entre otros libros, de ‘La
sociedad del cansancio’ y ‘Caras de la muerte’ (Herder, 2020).
Traducción de Alberto Ciria.